Anécdotas e historietas de Historia y Geografía para contar en Secundaria y Bachillerato.
Imagina moverte por una ciudad de un millón de habitantes sin Google Maps, sin placas en las esquinas y sin números en los portales. Aunque parezca un caos, así funcionó la capital en la época romana.
En la Antigua Roma las indicaciones se basaban en puntos de referencia muy concretos: monumentos, estatuas, fuentes o comercios. Una dirección podía sonar así: “Gira donde la estatua del emperador, pasa la fuente de mármol y busca la casa junto a la panadería”. No había números, solo lugares reconocibles. Y si buscabas a alguien, no acudías a un portal; acudías al barrio. La comunidad era el verdadero sistema de navegación: preguntar a los vecinos era la forma más eficaz de encontrar a una persona.
Además, los romanos se movían por la ciudad guiándose por un auténtico mapa multisensorial. El oído les ofrecía pistas constantes: los pregones de los vendedores, los niños jugando a gladiadores, el chisporroteo de los fuegos, el estruendo de las fraguas, los esclavos avanzando entre la multitud con sus amos en palanquines, o un adivino anunciando su profecía. El olfato también era un guía poderoso: olores desagradables como los excrementos en las calles, la orina de las fuentes o el hedor de los cuerpos sin lavar convivían con aromas más agradables, como el perfume elaborado con sebo y hierbas, el pan recién hecho, el incienso, la carne asada o el aceite perfumado que impregnaba los baños públicos.
No todas las calles carecían de nombre. Las grandes vías solían llevar el del magistrado o constructor que las había promovido, como la célebre Vía Apia. También conocemos algunos nombres específicos, como el Vicus Frumentarius (Calle del Grano) o el Vicus Unguentarius (Calle del Perfume). Aun así, la mayoría de las calles romanas no estaban identificadas con nombre y número.
Esta ausencia de nomenclatura complicaba enormemente el control administrativo. No disponer de direcciones dificultaba censos, recaudación y vigilancia. Conviene recordar que el sistema de direcciones moderno no nació para facilitarnos la vida, sino como una herramienta estatal para localizar a los ciudadanos y asegurar una recaudación eficaz.
Terencio, un dramaturgo cómico y un gran observador de los absurdos de la vida cotidiana romana escribe esta conversación en su obra Los hermanos.
SIRO.— ¿Sabes el pórtico junto al mercado según se baja?
DÉMEAS.— ¿Cómo no voy a saberlo?
SIRO.— Déjalo atrás siguiendo todo recto calle arriba. Cuando llegues, allí hay una cuesta que tira hacia abajo. Baja por ahí; luego a esta mano hay un templo pequeño y allí al lado hay un callejón.
DÉMEAS.— ¿Cuál?
SIRO.— Allí donde también hay un cabrahígo enorme.
DÉMEAS.— Lo conozco,
SIRO.— Sigue por ahí.
DÉMEAS.— Pero ¡si ese callejón no tiene salida!
SIRO.— ¡Por Hércules, es verdad! ‘¡Vaya! Me he equivocado. Vuelve otra vez al pórtico. De hecho, por allí vas a ir mucho más directamente y darás menos vuelta, ¿Sabes la casa de Cratino el rico?
Fuente: El Callejero. Deirdre Mask. Capitán Swing Libros. 2023
Para pensar en clase
Si mañana desaparecieran los nombres de las calles de tu ciudad, ¿Qué monumentos o tiendas usarías como «hitos» para que un mensajero encontrara tu casa?
Pregunta a tus abuelos: ¿han utilizado alguna vez este sistema basado en lugares y no en nombres de calles para dar direcciones? ¿ Puedes pedirles que te cuenten algún ejemplo?
¿Crees que hoy dependemos demasiado del GPS y estamos perdiendo la capacidad de reconocer nuestro entorno como lo hacían los romanos?
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